En 1997 y 2007 fueron años extraordinarios. Parecían abrir y cerrar un ciclo a partir del hito de la coincidencia de los eventos artísticos más importantes de Europa: la bienal de Venecia, el Skulptur Projekte Münster y la Documenta de Kassel. Un ciclo que iba desde la Documenta de Catherine David, un icono en el retorno de las prácticas conceptuales con ese título que lo resumía todo de Poetics/polítics, hasta la desastrosamiento casual de Roger-Martin Buergel con la participación desde las playas de Roses de Ferran Adrià en su restaurante.
En medio, las dos bienales de Harald Szeemann, en 1999 y 2001, la Documenta de Okwi Enwezor en 2002 y, fuera de aquellos eventos, la apertura de espacios como el Palais de Tokio en París y la Modern Tate en Londres. Se vivía cierta efervescencia que tenía que ver con lo que con la distancia diríamos que fue un asentamiento de las prácticas conceptuales y los nuevos medios en un contexto de progresiva institucionalización del arte. De forma crítica podríamos decir que fue el asentamiento de una cierta cocina del arte contemporáneo. Tuve la suerte de acudir a algunas de las inauguraciones de esos eventos. Recuerdo la excitación y la diversión mezcladas con las expectativas abiertas de la juventud y ser testigo de la puesta en marcha de lo que hoy veo como un quehacer generacional. Recuerdo un encuentro aparentemente casual entre Harald Szeemann y Okwi Enwezor durante la inauguración de la Documenta de este último, como si uno pasara cierto testimonio comisarial al otro. Recuerdo la sensación con Ferran Barenblit cuando llegamos a la inauguración de la primera Bienal de Venecia de Szeemann y vimos a un mar de personas en el recinto Il Giardini. Aquello era el mundo del arte y pensamos que formábamos parte. Una vez más, este mundo del arte mostraba que, a pesar de las suspicacias de muchos, está abierto y acogedor. Así lo he pensado siempre. Quizás ingenuamente, pero esta inclusividad es lo que más me ha interesado siempre del arte y la cultura.
En las últimas inauguraciones de Venecia de repente me di cuenta, de nuevo ingenuamente, de que ahora había más inauguraciones y ya sólo conseguía llegar a la tercera tanda. Antes había habido pases especiales para personalidades, VIP, medios, galeristas y coleccionistas... Este mundo del arte que había visto como una fauna de gran variedad ecológica estaba siendo secuestrada. Sin tapujos, el arte entraba en una fase de connivencia explícita con la distinción de clase. Como si no fuera posible encontrarse con Harald Szeemann mal vestido hablando con artistas de su propia inauguración. Quizá sea un síntoma de un retorno a una estratificación social del mundo del arte en la que intervienen desde las inauguraciones VIP (que se han generalizado en museos o centros de arte multiplicando las visitas exclusivas previas a las inauguraciones populares) hasta las galerías reconvertidas en centros de arte instalados en los centros más exclusivos del Mediterráneo. Y quizá esa presencia extraña de El Bulli en la Documenta del 2007, como una propuesta accesible para sólo unos pocos privilegiados, anunciaba más de lo que pensábamos que era una nueva tendencia.