Se apagan las luces y acción. 'Tardes de soledad' de Albert Serra se proyecta en la sección oficial del Festival de San Sebastián, un festival que no es su ecosistema más natural. Antes hemos tenido noticia de que Isaki Lacuesta y su última filmografía representarán a España en los Óscars. Y también hemos visto cómo Isa Campo se fotografía como parte del equipo del largometraje 'Nevenka', de Iciar Bollaín. Pero sigamos. Un toro con un fondo de negro noche nos mira de hito en hito y respira con fuerza. Silencio total en la sala. Antes de entrar, una manifestación pacífica con un grupo en contra del maltrato animal ha sacudido un poco el estreno. Hablar de toros en la península es un trabajo de alto riesgo. Aparece el torero Andrés Roca-Rey, hispanoperuano, en escena. El diálogo toro-torero será dominante durante toda la representación fílmica. Planos muy cortos, sentimos el olor del animal, el sudor del torero, la sangre hecha pintura, así como la tensión y las voces de la corrida. Los espectadores desaparecen por completo durante toda la proyección. Sólo unos pequeños trayectos en autobús rompen la dinámica y proporcionan un instante de comicidad y de coaching al torero superman. Vestido como una bailarina costumbrista en clave siglo XXI, el joven se erige como un nuevo icono sexual. Un equilibrista de la muerte que te hace cuestionar si es valentía o locura su delirio de oficio. Un plano nos muestra los pies del animal en contraposición con los zapatos negros y frágiles del torero. Sublime. En el Museo de San Telmo –una pequeña joya en medio del barrio antiguo de Donostia–, y muy cerca de una pintura enigmática del Greco (donde también aparece un cráneo pintado), se descubre un cuadro enorme de Ignacio de Zuloaga que representa un retrato de toreros hablando en una escena urbana de buena factura. Las cosas no han cambiado mucho desde que pintó la obra.
Primer susto: el torero por el suelo. Segundo susto: una imagen asombrosa del animal medio moribundo, lleno de sangre, con los ojos blancos, que es rematado con un cuchillo corto. Ya empezamos a intuir la inteligente neutralidad de la mirada del director y de todo su equipo. Él no juzga, o por lo menos eso es lo que ha querido. Utiliza una especie de distancia emocional, perseverante e incómoda para el espectador, que contribuye a potenciar el deje de documento, de documentar artísticamente lo que para unos es una salvajada en pleno siglo XXI y, para otros, una ancestral tradición de poética valentía, llena de connotaciones nacionales e identitarias, aunque la tauromaquia estaba extendida por toda la península. Una tradición que el arte de autores como Picasso, Manolo Hugué o Miquel Barceló han ido representando también.
En la fiesta de después, todavía las neuronas van pintando las dos horas de intensa neutralidad, mientras pienso en el giro imprevisible del cineasta, que ha pasado de la visión retrofuturista genial de 'Pacifiction' al costumbrismo a veces delirante de 'Tardes de soledad '. Mirando la encantadora playa de la Concha de noche, y escuchando cómo el mar hace su susurro, que está a veces poética canción de cuna. La fiesta, en un edificio con una mezcla de toques racionalistas y estilo art déco, está llena de caras conocidas. El director del ICEC, Edgar García, y su jefe de audiovisuales, Francisco Vargas; el traficante de ideas Vicenç Altaió; Guillermo Pérez, poeta y gastrónomo; Imma Merino, crítica de cine; Lluís Coromina, amigo personal de Albert Serra y mecenas de sus películas; el exconseller de Cultura Santi Vila y, cómo no, todo el equipo en pleno del filme y sus productores: Artur Tort, director de fotografía; Montse Triola y Clàudia Pagès, productoras; Marc Verdaguer, compositor de las músicas… Al día siguiente, de vuelta a casa, más serendipitado. Coincidimos con la joven coprotagonista del filme 'Las chicas de la estación', Salua Hadra, un filme que no podemos dejar de visionar y que tampoco dejará a nadie indiferente: el abuso de menores.