En un momento de reivindicación, muy necesaria, del papel de la mujer en el mundo del arte, el caso de Maria Sanmartí ocupa un lugar especial. Ante todo, sorprende que al inicio de su carrera firmara con el apodo de Madre de Clavé, algo que ahora sería impensable pero que me atrevería a decir que va más allá de ser un reflejo de la situación de la mujer, necesitada de empezar en el mundo del arte acompañada, sino más bien de la claridad de Maria Sanmartí sobre cuál era su papel y su situación.
Mujer con una vida nada fácil por una pirueta del espíritu, en palabras de Palau i Fabre y añadiría una pirueta del destino, empezó a pintar dejando maravillados no sólo a su hijo sino también a la pandilla de amigos que le rodeaban en ese grupo del París que imaginamos lleno de arte y bohemia pero que también ellos consideraban asfixiante y ultrasaturado. Así lo expresa en el artículo que le dedicó el Alquimista (Josep Palau i Fabre) en la revista Ariel donde habla del caso inédito de Maria Clavé (sic) como un soplido de aire fresco, como una posibilidad de huir del artificio que lo rodea todo para llegar a la pureza de la sencillez, de quitarse de encima la prosa espesa que nos rodea para volver a respirar el aire de la poesía. Esto era en 1948, pero setenta y seis años después las sensaciones al ver la obra de Maria Sanmartí son las mismas. Es cierto que muchos artistas han llegado a la expresión sin artificio, pero habitualmente ha sido a través de un largo camino de ir eliminando de la obra lo superfluo.
Éste no es el caso: Maria Sanmartí se inició en el camino del arte a los sesenta años y la expresión que admiró a todo el mundo tenía la fuerza de lo real, una mirada casi infantil como si después de vivir toda una vida de dificultades lo que restara fuera únicamente la autenticidad. Sorprende, desde nuestra mirada actual, situarse frente a óleos, aguadas, dibujos, litografías y cerámicas que representan flores, payasos, interiores, naturalezas muertas, hechos por una mujer, además una anciana, y percibir que los prejuicios se diluyen y que ante sus obras lo único que prevalece es la fuerza del color y la libertad de la expresión. En la actual reivindicación de la obra de mujeres artistas, se hace evidente la importancia de poner en valor las obras de una artista que desde el año 1955 ha sido silenciada y que se caracteriza por la honradez de expresar aquello que siente sin olvidar exactamente quién es y dónde está. Quizás vuelva a hacerse clara la necesidad de la última frase del artículo de Palau i Fabre: “Salvar al niño que hay en nosotros es la primera condición para salvar al hombre.”