Hay familias, como los Médici, que revolucionaron el mundo del arte, y artistas que carecen de familia, como es el caso de Abel Azcona. La familia fue y es un tema fundamental en las representaciones artísticas. Basta con hacer un repaso rápido por la historia de la pintura para ver de todo tipo, desde las escenas de sagradas familias de la época medieval, hasta las estampas de familias, sin obviar todos los cuadros donde los reyes y los linajes aristocráticos son los protagonistas.
El concepto de familia ha nutrido miles de tramas y argumentarios de diversas disciplinas creativas y, evidentemente, el ámbito de la performance no queda exento. Y aquí es donde Abel Azcona ha dado un salto mortal sin red en La Panera de Lleida, con Mis familias 1988-2024, una propuesta que ojalá consiga concretar itinerancias por todo el territorio, para que su contenido remueve entrañas.
Nacido en Madrid en 1988 por circunstancias que sí vendrían a cuento pero que no queben en este artículo, Abel Azcona no ha tenido una vida fácil. Él repite a menudo que el mayor acto de amor que ha recibido de ninguna persona son los intentos de aborto de su madre biológica, una prostituta politoxicómana. Hasta que a los 7 años le adoptó una familia ultracatólica de Navarra, vivió un infierno de abusos y malos tratos, y una vez adoptado sufrió abusos por parte de miembros de la Iglesia católica.
Azcona se ha consolidado como uno de los performers más sólidos del territorio y sus propuestas llevan tiempo despiertando el interés internacional, hasta el punto de que el Instituto de Marina Abramovich lo ha contratado para impartir talleres, el Pompidou cuenta con él , y tiene proyectos en todo el mundo. Seguramente no exagera cuando dice que la performance es la red que le separa de la locura; quizás por eso desde los 16 años se dedica a revisitar los episodios más difíciles de su vida y los concentra en sus obras.
El trabajo de Abel Azcona es autobiográfico y la performance, su canal. Una combinación que puede resultar incómoda para determinados públicos, pero que en un contexto en el que los algoritmos entronizan la felicidad normativa, también es catártica. Y es que el trabajo del autor de La Pederastia es catártico, sí, pero también un artefacto ideológico que va más allá de lo artístico.