Iba a decir que el mundo cultural vive encogido; temeroso; propenso a agradar a todo el mundo, para sacar rédito; vigilando de no herir la sensibilidad de aquellos que mueven el –poquísimo– dinero público que se destina a las artes poéticas, visuales, escénicas, literarias e industriales.
Iba a decir, también, que el mundo de la cultura se comporta exactamente de forma contraria a lo que se le presupone: es ególatra, egoísta y vive permanentemente en guerra con los colegas poetas, artistas, teatreros, escritores y cineastas. Es una guerra fría, llena de puestos cordiales, de besos y garbanzos, pero todo es impostado, falso: aquella subvención que recibe otro, no la recibes tú; aquella exposición que ha conseguido programar a un jovencito recién llegado al campo de batalla, te la ha pisado a ti, que has ido a cien inauguraciones para hacerte ver, para enseñar tu cara más amable.
Iba a decir que nadie pone en cuestión el sistema cultural. Y cuando alguien lo hace, se le aplaude, pero siempre en privado, no sea que quienes mandan vieran un pulgar arriba en un post de una red social en la que se ha puesto en cuestión su comandancia. Iba a decir que de esta aceptación de un entramado cultural presidido políticamente por los menos preparados en la materia cultural –en las materias culturales– brotan consecuencias: la principal es la perpetuación de la concepción salvajemente neoliberal de la cultura catalana.
Iba a decir...
Iba a decir estas y más cosas. Pero ahora me doy cuenta de que no debo hacerlo. No debo decirlas porque podría ser que hubiera alguien que, mira por dónde, hubiera pensado en mí para escribir un texto o, eso ya sería el colmo, que hiciera de comisario de una exposición. Y, si las digo, quizás buscarían a alguien más dócil o sumiso que yo para llevar a cabo estas tareas. Quizás los editores de esta misma revista, que tan amablemente me acogen desde hace muchos años, si digo estas cosas quizás se sentirían traicionados por haber hecho un uso excesivo de mi libertad de expresión, que nunca han vulnerado.
¿Qué debo hacer entonces? ¿Qué deben hacer los artistas, escritores y dramaturgos catalanes? ¿Expresar las cosas tal y como las ven, las sienten y las pueden argumentar, escribir o visualizar? O, por el contrario, ¿hay que acurrucarse, encapsularse en tus propias cautelas o en los miedos que se te acumulan? Hay que decidir si somos rebaño o conciencias inquietas, me dijo un día el amigo Arnau Puig. De eso va la cosa, creo.
¿La expresión artística debe tener límites?
No quiero decir que la decisión sea sencilla. Porque las tretas de la censura son múltiples: antes de la prohibición expresa, los censuradores tienen otras tácticas menos invasivas, casi invisibles, por medio de las cuales obtienen el mismo resultado. Y esa invasión sibilina del poder en la libertad creativa produce un poso de dudas en el propio creador. Entonces es cuando el artista debe preguntarse: “Si ya sé que no me dejarán hacer algo, ¿por qué invertir tiempo y esfuerzo en hacerlo? Quizás mejor que rebaje las ambiciones originales del proyecto, que adecue mis propósitos a los límites que me imponen, explícitamente o con evasiones y circunloquios.” Y, de este modo, quien sale ganando no es el artista, sino el poder, que ya no hace falta que haga nada por imponer su fuerza.
La censura es una enfermedad que nos compromete a todos: hay unos censuradores, pero inmediatamente después existe un corazón que la soporta o la tolera o, en todo caso, no la denuncia. Y la censura se contagia con facilidad. Es como una epidemia indetectable. Cuando esto se produce en el campo de la cultura, donde no debería haber dogmas de fe ni persecuciones ideológicas, el resultado es miserable, cataclísmico, de una suprema ajección.
¿Propongo un enfrentamiento directo con los censuradores? Como todo el que tiene poder (presidentes de patronatos, directores de museos o centros de arte, directores de medios de comunicación, responsables de una editorial...) tiene tentaciones prohibitivas, el enfrentamiento no es necesario que sea directo. Juan Goytisolo propone una táctica oblicua: “No se trata de poner la pluma al servicio de una causa, por justa que sea, sino de introducir su fermento contestatario en el ámbito de la escritura. Encajar la trama novelesca en el molde de unas formas reiteradas hasta la saciedad condena la obra a la irrelevancia.” Es decir, si trasladamos la formulación al mundo del arte, encajar tu trabajo en lo usual y lo sistémico te conduce a la irrelevancia como artista. El camino contrario no significa necesariamente recurrir al panfleto (por el que, por otra parte, cada vez siento más cariño) sino introducir “el fermento contestatario” en la obra, en el pensamiento, en la crítica. Por no someterse al imperio de la censura.
Iba a decir que, en cualquier caso, la solución a la censura no es hacer un museo de obras censuradas... Calla, Minguet, censúrate un poco, niño.