En este país hay artistas de largo recorrido cuya trayectoria se sostiene en coherente radicalidad sin acabar de recibir el reconocimiento que merecen. No es fácil hacerlo en un mundo del arte a menudo demasiado complaciente con una forma de decir poco clara y comprometida, lo justo para hacer ver sin cabrear a nadie. Desde que sigo a Enric Maurí, nunca le he visto hacer nada de eso y su última exposición en Tecla Sala, comisariada por Teresa Blanch, no me ha decepcionado. Fotografías realizadas durante su residencia en Berlín, instalación, performance, pancartas y por encima de todo una manera profundamente crítica de mirar ese capitalismo delirante que derrumba vidas y es puros escombros plásticos, el mundo es un punto limpio y da igual si se dejan objetos como si se dejan cuerpos. Vallas, más vallas y rendijas, por donde la vida se cuela, que es lo que hace la vida, resistir. Las suyas son exposiciones conceptualmente muy compactas, representaciones de paisajes del colapso, de suciedad, donde aparecen de forma recurrente una conciencia ecologista y una crítica social al consumismo desbocado.
En la obra de Maurí la pintura ocupa un lugar importante, una pintura que a menudo utiliza con inteligencia para coser las piezas más objetuales o escenográficas y donde poder incorporar el texto poético y reivindicativo. Pintura expandida y de garabatos encontrados que en esta nueva exposición se acerca al grafito político en un mural gigantesco que pone piel y cuerpo a un espacio rellenado de otros objetos encontrados, toda la basura que Maurí recoge desde hace años en los alrededores de casa suya.
Nuestras vidas importan, digámoslo bien alto. Las vidas de todas las personas desterradas en el sinhogarismo, marginadas, precarizadas, importan. De esto van las últimas propuestas de Maurí, de decirlo limpio y claro. Y después ya podemos hablar de estética, de genealogías Povera, de body art, del signo de los tiempos y de realismo distópico.