Marria Pratts (Barcelona, 1988) convoca todos los prejuicios posibles. Su obra se vende, a menudo pinta de color rosa y es una artista joven que recuerda a episodios rupturistas de las vanguardias. Quema la tela, añade neones y practica una pintura sucia. Todo ello transpira una sensibilidad grunge. Dicho muy rápido, el problema es que esto ya lo hemos vivido. Sueños de autenticidad, elogios de la creatividad sin freno y alabanzas a la expresividad que nos recuerdan las épocas de una pintura resucitada. Podría tratarse de un revival pasajero.
Sin embargo, sus obras enganchan como los temas de éxito. La suya es una pintura que se contagia. La seducción rápida te hace desconfiar de un trabajo que no disimula la euforia. Repite los trazos que sugieren fantasmas, en grupos o ensimismados. Un recurso que toma tanto la música de consumo como la pintura moderna más sofisticada. Repite y repite. No se le puede negar que ha encontrado el tono. Incluso ahora que ha traducido los fantasmas a esculturas plantadas en medio de la Sala de los Espejos.
El Liceu las ha acogido con desconcertante empatía. 1 Sardana 3 Fantasmas (2023) reúne esculturas que recuerdan a estos seres tan genuinos de la pintura de Marria Pratts. Su condición escultórica es a la vez sólida y frágil. Como todo en la obra de esa artista. Al haberlas moldeado mediante la técnica de hydroforming tienen la misma consistencia que un globo hinchado con helio. Flonges ya punto de despegar en el cielo. Ahora, en medio de la sala, tienen el aspecto de una escultura de aquellas fabricadas para pasar los días en un parque público. Su gloria no es eterna. No son culpables, ni siquiera detestables, aunque tengan una retirada a los personajes de Mori el Merma, el espectáculo con el que Miró evocaba a Ubú roi. Estos fantasmas de Marria Pratts están a un paso de monumentos. Si pensamos que el monumento es un lugar desde el que mirar y ubicarse en este espacio público, los fantasmas son las figuras ideales. Un monumento rosa es ya toda una victoria.